“Sírvete del don sublime de la palabra, signo exterior de tu dominio sobre la naturaleza, para salir al paso de las necesidades del prójimo y para encender en todos los corazones el fuego sagrado de la virtud” (Regla al uso de las Logias Rectificadas, Artículo VI-I)
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viernes, 16 de septiembre de 2022
domingo, 13 de marzo de 2022
Carta de Jean-Baptiste Willermoz sobre la Gran Profesión (1807)
Se trata de un texto de Jean-Baptiste Willermoz sobre la Gran Profesión, con signatura 173, titulado: Artículo secreto anexo a mi carta de 1 de septiembre de 1807, publicado en castellano en "Documentos Martinistas VI", Ed. Manakel, Madrid 2021.
El destinatario de esta carta es Claude-François
Achard, Eques a Galea aurea (Casco de oro), nacido en Marsella el 23 de mayo de
1751.
“Viendo la solicitud de los hermanos más avanzados en grados deseando que viaje a Marsella, me parece evidente que en medio de los motivos que alegan, para algunos, existe uno particular, menos confesado en alto, el cual verosímilmente es el Principal. Desde la confesión hecha hace unos años sobre la Existencia en el Régimen de una clase secreta y última, confesión que me he reprochado por sus peligros pero que fue casi necesaria entonces para reorientar a aquellos que se extraviaban, para apoyar a aquellos que se tambaleaban y para despertar de su adormecimiento a la multitud caída en el mortal letargo, cada uno de los aspirantes hizo sus cálculos particulares y consecuentemente con muchos errores; puesto que cada uno se creyó apto para la cosa y capaz de participar en ella sin conocer ni las reglas ni los deberes, ni las condiciones. La mayoría de aquellos retenidos en sus casas por la naturaleza de sus asuntos personales y por el temor o la impotencia de sufragar los gastos del viaje, de una estancia más o menos prolongada en Lyon, naturalmente deben desear que les lleve lo que no pueden o quieren venir a buscar aquí. Pero, aunque estuvieran en Marsella, muchos de ellos se desengañarían [sic ¿estarían desencantados?] porque hay reglas muy severas que respetar en este asunto; haría falta que mi estancia allí fuese bastante prolongada para que pudiese estudiar uno por uno las disposiciones y la aptitud personal de cada uno en particular, lo cual es largo y difícil con personas que no conozco en absoluto. Pues probablemente habría, para algunos afortunados, muchos descontentos, quienes a su vez, creyéndome parcial, me juzgarían de manera severa. Además, según los mismos principios de la Orden, la entrada de esta clase no puede estar abierta a todos los Caballeros porque los grados de inteligencia y de aptitud para estas cosas no son los mismos en todos los que, en algunos aspectos, pueden parecer dignos de ello. Es para llevaros a dar otra Dirección a las ideas poco sanas y muy poco reflexionadas de algunos que voy a profundizar aquí en esta materia más de lo que lo he hecho hasta ahora y a presentarla bajo sus diferentes facetas.
La séptima y última clase que completa el Régimen Rectificado y debe permanecer ignorada por las seis precedentes hasta que se llame individualmente a cada uno de aquellos que son juzgados aptos a acceder a ella, es una iniciación particular que consiste en diversas instrucciones escritas en las que se desarrollan los principios y las bases fundamentales de la Orden y en las que se explican los emblemas, símbolos y ceremonias de la Masonería simbólica, pero esta iniciación, por muy luminosa que sea, sigue siendo imperfecta, insuficiente, incluso puede ocasionar errores por las falsas interpretaciones a las cuales nos entregamos muy a menudo, si no va acompañada por otras instrucciones explicativas, las cuales, al no estar escritas, sólo se dan verbalmente por aquellos que, por largos trabajos y meditaciones, han conseguido el estado de poder distribuirlas a cada uno convenientemente, según las necesidades, sus aptitudes y en la justa medida que le es necesaria. Fueron transmitidas desde tiempos inmemoriales por una tradición oral que ha atravesado los siglos y se sustentaba en buenos testimonios. He aquí por qué debemos dejar que ignoren esta clase y cerrar la entrada a aquellos en quienes no se vislumbra la aptitud necesaria para aprovecharla bien; igual que a aquellos que, demasiado apresurados por sus asuntos personales o por preocupaciones temporales, no pueden aportar la libertad de espíritu que exige ni acordar el tiempo necesario para conocerla en su Plenitud: debéis saber que este tiempo no puede ser corto. También debéis saber que de aquellos que la reciben de manera suficiente para su instrucción personal, hay muy pocos que consiguen el estado de poder enseñarla a los demás debidamente, puesto que es el efecto de una disposición y una vocación particular; he aquí por qué el depósito de estas instrucciones raramente es confiado en lugares donde no se encuentren hombres bastante fuertes para explicarlos y hacerlos valer.
Además, esta iniciación no puede convenir por igual a todos los Caballeros, aunque todos tengan un derecho igual si las disposiciones personales de cada uno son iguales. Es inútil y muy inútil a un gran número. Conlleva peligros para algunos. Es útil a muchos, y para otros es necesaria y muy necesaria. Retomo las cuatro distinciones que importa que entendáis bien.
1)- Es inútil para la multitud de esos hombres buenos, sencillos, privilegiados, cuya ciencia está en su corazón, que tienen la fortuna de creer religiosamente y sin examen todo lo que es necesario que crean para su tranquilidad y su felicidad presente y futura, y creer con esa fe implícita que llaman vulgarmente la fe del carbonero; para éstos, la profesión de fe de los Caballeros es absolutamente suficiente. No sería de ningún provecho para ellos que se les presentaran otros objetos que no harían sino cansar o exaltar su imaginación y perturbar su gozo actual, cuanto además, normalmente, la inteligencia de éstos no es ni activa, ni muy penetrante.
2)- Puede conllevar cierto peligro para aquellos que, bien por el efecto de su educación religiosa o por su disposición natural, se dieran por deber ahogar su propia razón para adoptar ciegamente todas las pretensiones, opiniones y decisiones, ultramontanos, y por consiguiente el espíritu de intolerancia que siempre les ha acompañado con perjuicio de la Religión que tanto sufrió y sigue sufriendo aún por estas fatales empresas sugeridas por el espíritu de orgullo, de ambición, de dominación y del más sórdido interés. Para aquellos que quieren exigir para sus decisiones humanas, a menudo interesadas, variables y de simple disciplina momentánea, el mismo grado de fe absoluta que es debido esencialmente a los dogmas fundamentales de la religión, establecidos por Jesús Cristo y sus Apóstoles, constantemente profesados, sostenidos y confirmados por la Iglesia universal en sus Concilios generales. Para aquellos que, tomando textualmente y al pie de la letra todas las palabras y expresiones empleadas en el Génesis y en otros Libros santos, sin buscar penetrar hasta el Espíritu que está velado bajo la letra, están siempre dispuestos a escandalizarse con toda interpretación o explicación que no concordaría perfectamente con el sentido particular que le dan. Sería exponerlos sin fruto a un trabajo tan ingrato que les sería penoso, mucho más cuando estas ideas, una vez están asentadas en la inteligencia humana, raramente salen de ahí y me temo mucho que haya más de uno en esta clase entre los hermanos Caballeros.
3)- Es muy útil al mayor número de aquellos que creen, pero débilmente, en las verdades fundamentales de la religión cristiana, que sienten una necesidad interior de creer más firmemente, pero, a falta de conocer la verdadera naturaleza original del hombre, su destino primitivo en el Universo creado, el tipo de su prevaricación, su caída, su degradación y los terribles efectos que produjo en la Naturaleza, no encuentran en ellos ni fuera de ellos apoyos bastante sólidos para fijar invariablemente su creencia, desean creer más de lo que creen en realidad, y ven escuchar [sic, ¿fluir?] su vida en el trastorno y las angustias de una penosa incertidumbre. Para éstos, hay que convenir, es un gran auxilio, ya que les devuelve la calma y la fe que desean.
4)- Finalmente, la iniciación no sólo es útil, sino muy necesaria a esta clase de hombres de buena fe, mucho más numerosa de lo que se piensa, que creen firmemente en la existencia de un dios creador de todas las cosas, bueno, justo, que castiga y recompensa, pero que, a falta de tener conocimientos suficientes sobre los puntos de la doctrina primitiva ya citados en el artículo anterior, les cuesta concebir la divinidad de Jesús Cristo y aún más la necesidad de la redención por la encarnación de un dios hecho hombre. A estos hombres meditativos para los que las demostraciones teológicas más usadas, presentadas ordinariamente como pruebas irresistibles pero que son muy a menudo combatidas, no son pruebas suficientes; para aquellos que finalmente todos los tópicos que suelen retumbar en las carnes son insuficientes para su convicción. Sí, es a éstos a los que es muy necesaria, y a los que necesariamente debe ser especialmente destinada. No puedo dudar de ello, habiendo sido testigo a menudo de sus resultados afortunados, puesto que estos hombres de buena fe, una vez convencidos y replegados en sí mismos por la fuerza de las consecuencias inmediatas de los puntos de doctrina que les fueron presentados, han hecho estallar su cambio por lágrimas de amor y agradecimiento para con aquel que por desgracia habían desconocido, y se convirtieron desde entonces en columnas inquebrantables de la Fe cristiana.
He aquí por qué la Orden exige para los altos grados una creencia absoluta en la Unidad de Dios, la Inmortalidad del alma humana, y lo exige menos absoluta para la persona divina de Jesús Cristo, y vemos que incluso en la profesión de fe de los Caballeros, como en otros actos relativos, se muestra más indulgente a este respecto y casi se conforma con una buena y firme voluntad de creer en las verdades que le son necesarias. Es porque sabe que tiene medios particulares para traer a esta creencia y convencer sobre esta importante verdad a los hombres de buena fe. He aquí por qué exige también de todos los miembros una tolerancia universal de la que hace un principio y un deber absoluto para todos: y en esto, imita el ejemplo de aquel que dijo: no he venido a este mundo para las personas que se portan bien, sino que he venido para aliviar y curar a aquellos que están enfermos - y como Jesús Cristo en medio de esta multitud de enfermos no rechazó ni a los ignorantes ni a los sabios, ni a los fariseos ni a los mercaderes, más bien los acogió a todos con la misma bondad, ¿acaso hay que asombrarse de que la Orden, a su semejanza, acoja en su seno con la misma caridad a todos los cristianos bien dispuestos, aunque divididos en opinión y formando sectas diferentes sobre puntos de la doctrina más o menos importantes? Después de llevarlos por la instrucción a la creencia religiosa fundamental y necesaria, deja a la gracia divina el cuidado de operar en ellos los cambios interiores o exteriores que crea necesarios según el Deseo de Su providencia. La Orden se prohíbe juzgar y más aún condenar a ninguno de aquellos que permanecen ligados a los verdaderos principios y dejan el juicio al único que puede juzgar en verdad los pensamientos y las intenciones de los hombres.
Ves en esta exposición, muy querido hermano, que la iniciación está especialmente reservada a los hermanos enfermos, es decir, a aquellos que sienten vivamente los sufrimientos y la causa de su enfermedad y desean sinceramente curarse. Es inútil para los demás y a menudo solo sería un nuevo alimento para el orgullo, la vanidad y la curiosidad humana. Veis pues cuánto esta elección es delicada y cuanto exige, para con aquellos que no conocemos, el tiempo y la precaución para hacerlo bien.
Es por vos especialmente, Querido Hermano, que he trazado la exposición anterior de los principios generales que deben servir de regla a la conducta a observar para con cada uno.
Sin embargo, te
rogaría que comunicaras este correo al hermano Vigier, para quien la
imposibilidad de acercarse es el único obstáculo que conozca a su avance. En
absoluto me opongo a que comuniquéis también los fragmentos más o menos
extensos de este correo a un pequeño número de caballeros a los cuales creáis
unánimemente útil para su propio bien y darlos conocer para lo ocasión,
comunicándome luego sus nombres”.
jueves, 2 de septiembre de 2021
El auténtico “conocimiento” iniciático da entrada al “Santuario del Espíritu”
Jean-Marc Vivenza,
Martinès de Pasqually y Jean-Baptiste Willermoz, Le Mercure Dauphinois, 2020, pp. 676-677 |
«Willermoz, apoyándose en san Basilio de Cesarea (330-379) y su De Spiritu, y en la carta del papa Inocencio I a Decentius [Obispo de Gubbio] sobre el “don del Espíritu”, textos cuya lectura aconsejaba a los Caballeros Grandes Profesos, estaba convencido de algo que tomará como propio.
* * *
San Basilio de Cesarea, De Spiritu
“Mire con que ahínco, en cualquier circunstancia y por todas partes, en las solemnidades religiosas del Culto Católico, se exhibe el mayor lujo posible en iluminaciones, bonitos decorados, estupendos ornamentos, que son totalmente ajenos al objeto real del culto, el cual consiste esencialmente, como dijo Jesucristo a la Samaritana, en «adorar a Dios en Espíritu y en Verdad».”
Jean-Baptiste Willermoz, Carta a Achard, 1º al 8 IX, 1807
martes, 11 de agosto de 2020
LA DISCIPLINA INICIÁTICA DEL «ABANDONO» MÍSTICO DEL ALMA A LA DIVINIDAD
Le Phénix Renaissant, n° 5, 2019, pp. 90-91.
« La Ciencia del Hombre», Aclaraciones sobre la doble naturaleza.
A imitación de Jesús-Cristo, al cual debemos conformarnos y acomodar nuestra vida, una regla, que se podría designar fácilmente como un “principio”, debe convertirse en la disciplina sagrada del ser creado, del “menor espiritual” en su ascensión hacia las regiones celestes, a saber, “desapropiarse” de su voluntad y, por el desprendimiento consentido frente al tiempo y la duración temporal, la indiferencia a los términos y condiciones de su existencia, la distancia ante las circunstancias y eventos -conservando, en la medida de lo posible, una idéntica e igual quietud en cualquier circunstancia-, disposiciones acompañadas del abandono absoluto de su voluntad propia como sacrificio de expiación, entrando, por completo y plenamente, en la obra de unión indisoluble y absoluta con el Ser eterno e infinito “que es la bondad, la justicia y la Verdad misma”.
La vía iniciática, que es igualmente una « vía metafísica » de conocimiento ontológico, el de los misterios de nuestra doble naturaleza, que fue compartida por el Divino Reparador en el momento de su venida a este mundo y durante la duración de su ministerio terrenal, es el camino real de la comunión interior y la participación, por contemplación, de los misterios del Divino Infinito.
En diferentes lugares, y en numerosas ocasiones en varios de sus textos, Jean-Baptiste Willermoz insistió enérgicamente en esta misma ley que ya ha operado, y que operará hasta la consumación de los siglos, la santificación liberadora de las criaturas desde la generación de Adán, y que consiste en el sacrificio y el abandono de su propia voluntad y la entrega segura de su espíritu en Dios:
“Es siempre por la misma Ley que se opera la santificación de la universalidad de los seres emanados. Sólo será por el sacrificio voluntario del libre albedrío, por el abandono más absoluto de la voluntad propia, y por la aceptación de este abandono de parte Dios, que podrá efectuarse su unión indisoluble con aquello que opera su santificación. Miremos al hombre y consideremos la vía que le es así trazada para su rehabilitación, tanto para él como para su posteridad, allí encontraremos un nuevo sujeto para reconocer la inmutabilidad de la Ley divina según la cual se produce la santificación de los seres espirituales… [1]”
Nota.
[1] J.-B. Willermoz, 6º Cuaderno (1795 -1805), añadido en 1818, Renaissance Traditionnelle, n°80, octubre 1989.
* * *
Como ejemplo alegórico, relacionado con la divisa del Grado de Maestro Masón del Rito Escocés Rectificado, de este santo abandono a la Providencia, recogemos un extracto de la leyenda de San Brandán [2]:
“Empezaron a avanzar a toda vela hacia mediodía. Tenían buen viento y no necesitaban en absoluto remar, sino solamente maniobrar las jarcias para tener las velas hinchadas.
Después de quince días, el viento cesó y empezaron a remar tanto como pudieron, hasta que la fatiga se hizo demasiado grande. Luego San Brandán empezó a confortarles y dijo: “Queridos hermanos, no temáis resignaros a vuestra suerte y no perdáis el ánimo; ya que Dios es nuestra ayuda, nuestro navegante, y nuestro piloto. Recoged los remos y dejad el timón manteniendo solamente las velas tendidas, y que Dios haga lo que quiera de sus servidores y su nave”.
Hasta el momento de la víspera, no había habido ninguna señal de viento; poco después, las velas se hinchaban de vez en cuando, pero los hombres no sabían de dónde venía el viento, dónde iba, y hacia qué regiones arrastraba su destino. Cuando hubieron pasado cuarenta días y habían consumido todos sus víveres, apareció una isla hacia septentrión...”
Nota.
[2] San Brandán el Navegante (Ciarraight Luachra, Irlanda, c. 484 –
Enachduin, c. 578; en irlandés Breandán), también llamado Barandán, Borondón o
Borombón (a menudo «Samborondón» o «Samborombón»), fue uno de los grandes
monjes evangelizadores irlandeses del siglo VI. Abad del monasterio de Clonfert
(Galway, Irlanda) que fundó en el 558 ó 564, fue protagonista de uno de los
relatos de viajes medievales más famosos de la cultura gaélica medieval,
relatado en la Navigatio Sancti Brendani, una obra que fue redactada en torno a
los siglos X y XI.
martes, 4 de agosto de 2020
Jean-Baptiste Willermoz sobre la Iglesia de Roma
Jean-Baptiste
Willermoz a Bernard de Turckheim,
carta (extracto) de 12 de julio de 1784.
«He recibido con un verdadero placer su querida carta del 4 y sus observaciones sobre los Rituales de la Orden Interior; son dictadas por visiones tan sabias y tan desinteresadas que usted no debe dudar de que serán siempre bien acogidas; siga con ellas pues, Querido Amigo, con confianza y franqueza, y quede usted convencido de que no descuidaremos ninguna de aquellas que podrán contribuir a una utilidad más general, sin alterar esencialmente el fondo. No ignoremos que varios miembros de la Orden, quizás incluso de los más entregados, nos prestan visiones que no tenemos, muchos, pero, ¿qué podemos hacer? Hay que tener la valentía de mantener la guardia. Lamentamos, por ejemplo, que nos atribuyan el deseo de una unión General del Régimen con la Iglesia Romana; este proyecto está muy lejos de nuestros pensamientos, y quizás puede estar más lejos todavía del mío en particular; esta unión no proporcionaría a la Orden ningún bien esencial, y tendría grandes inconvenientes; sería de desear que la Orden tuviera un Jefe visible para la parte instructiva y científica; haría falta para que fuera reconocido como tal, que supiera probar que lo es, y que es digno de ser, pero no pienso que sea en Roma donde fuera necesario buscarlo; esta corte está más depravada que muchas otras; aquellos que se separaron de ella para reformar los abusos y las innovaciones que eran necesarios, llevados por sus pasiones, llegaron a chocar contra otros extremos, sustituyeron opiniones por Verdades que no conocían, la política las erigió en leyes, y la Verdad se quedó aislada en medio de todas las comuniones cristianas que creyeron que la poseían; aun cuando no hiciera profesión pública de estar atado a la comunión romana, no pensaría menos que ésta, sin estar en el mismo centro, está mucho más cerca que las que son más modernas; pero, una vez más, no es en Roma donde andaba buscando al verdadero sucesor de Pedro; juzguen pues, cómo ni yo ni aquellos con los que me he acostumbrado a pensar en alto, podríamos formar el proyecto de unir el Régimen con el jefe visible de Roma. La moral de nuestros Rituales exhorta por todos los medios a la fe cristiana, y a una tolerancia recíproca entre todas las comuniones, sin mencionar a ninguna en particular; eso hubiera debido ser observado, y lo será cada vez que se quiera garantizar toda prevención leyéndolos, pero en cuanto le prestan designios sospechosos, serán juzgados como tales, y después rechazados.»
* * *
"La
espiritualidad cristiana no tiene más norma
que la de seguir a Cristo maestro.”
Santo Tomás de Aquino