“Sírvete del don sublime de la palabra, signo exterior de tu dominio sobre la naturaleza, para salir al paso de las necesidades del prójimo y para encender en todos los corazones el fuego sagrado de la virtud” (Regla al uso de las Logias Rectificadas, Artículo VI-I)

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lunes, 7 de noviembre de 2016

Del papel de la Virtud [o la “Ciencia del bien”].- Jean-Marc Vivenza

De su artículo “La Ciencia Iniciática del Hombre” 
publicado en el Boletín nº 26 del GEIMME de Septiembre de 2010.

Es indudable que “la ciencia dicha del bien” es esencial a la virtud, puesto que ¿cómo haríamos el bien sin conocerlo? Es una razón que se puede dar a favor del principio de Platón, pero no basta para justificarlo completamente, ya que Platón no dice sólo que el conocimiento es indispensable a la virtud, sino que es la virtud misma.

El problema, delicado, es que conocer el bien no es suficiente, hay que desearlo. Y quizás, no sólo desearlo en general, sino esforzarse en cumplirlo; y es este esfuerzo el que se puede considerar como la fuente de la ética humana; “Video meliora proboque, deteriora sequor” (veo y apruebo lo mejor, hago lo peor) dijo la Medea de Ovidio, y Racine, traduciendo a San Pablo, escribió también: “No hago el bien que amo, hago el mal que aborrezco” (Racine, Cántico Espiritual, Himno del Breviario Romano, El paisaje o paseo de Port-Royal-des Champs, Gallimard, 1999).

Así podemos decir, de manera general, que si en todos los hombres hay una parte negativa que procede de la ignorancia, también hay otra que viene de la voluntad -luchar contra las debilidades de la voluntad e iluminar las tinieblas de la ignorancia, esos son los dos grandes principios de la vía iniciática que, entonces, y sólo entonces, puede realmente ser un “camino de conocimiento y de espiritualidad”.

La visión del caminar virtuoso (“Solo la virtud devuelve al hombre a la Luz” - Ritual del Grado Aprendiz del Régimen Escocés Rectificado), pareció a los estoicos una renuncia a los deseos vanos, un desapego y una tranquilidad del espíritu. Para el sabio estoico, no es suficiente desapegarse de las pasiones, hay que separarse de la fuente de las pasiones, es decir, de las influencias externas que siembran la confusión en el corazón del hombre. El espíritu debe resignarse a la soledad. Pero, ¿es esto suficiente? En absoluto, puesto que la fuente de las pasiones reside en la sensibilidad. Habrá que agotarla descartando todo lo posible los sentimientos. Pero ¿acaso la inteligencia misma no es a su vez el principio de mil ilusiones y desórdenes? La duda, el orgullo, etc... Arranquemos pues esta raíz enferma, pide y exige el sabio. ¿Qué queda de ello? Yo y mi voluntad. ¡Vana ilusión! Mientras subsista el yo, el amor propio sigue viviendo y prosperando en él, y sabe tomar las formas más cambiantes y menos reconocibles en vez de morir a sí mismo. Angustiosa y difícil posición -insostenible quizás- morir a sí mismo, he aquí lo que es realmente sabio para el discípulo de Epícteto, es la única sabiduría posible. La sabiduría estoica pareció querer suprimir los instrumentos del resorte ilusorio, destruir la actividad discriminatoria en sí misma y hacer del hombre, antes de tiempo, lo que los maestros orientales denominan “un árbol muerto”.

Joseph de Maistre aclarará además que “la Redención, al no estar acabada, no cambió milagrosamente la naturaleza de las cosas, si es verdad que nos restituye el derecho de entrar en posesión de la herencia perdida, no nos exime de las condiciones necesarias para reconquistarla”. Y, de estas condiciones, la más importante que compromete toda la existencia del buscador es la muerte del viejo hombre, lo cual ocurre cuando el hombre acepta verse tal como es.

En una bellísima carta a Willermoz, Saint-Martin nos da el perfecto ejemplo de las disposiciones que deben presidir en nuestro corazón si queremos avanzar seria y auténticamente en el camino espiritual: “Le reitero mis súplicas para que me ayude a apartar de mí lo que me pueda hacer daño. Ilumíneme sobre los defectos de mi corazón, sobre los errores de mi espíritu y de mis obras. Amo el bien, amo la verdad, Dios lo sabe y para mi propio interés no dudaré nunca ni un minuto en dejar de lado todo lo que me indiquéis como perjudicial para la atracción que siento por la luz y por la virtud. (...) Tráceme mi camino, pronuncie mi sentencia, sufriré mi juicio sin murmurar” (29 de abril de 1785).

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Esta magnífica disposición del alma, expresada por un indiscutible maestro del espíritu, es capaz de operar una abertura a través de lo creado, de modo que la luz se infiltre en el alma: “¿Qué es un hombre esencial?”, preguntaba a este respecto Jacob Boehme (1575-1624); “es un hombre en el que el espíritu ha abierto una brecha”, contestaba él mismo. Leamos, a este respecto, el bonito pasaje traducido por Louis-Claude de Saint-Martin “De la Aurora Naciente”, primera de las obras escritas por el visionario de Görlitz, en la cual nos explica el pasaje de la Luz en su espíritu: “pero cuando en esta aflicción, una ardiente y violenta impetuosidad arrastró hacia Dios mi espíritu, sobre el que tenía poco o nada de conocimiento, y mi corazón entero, mi afección, todos mis pensamientos y todas mis voluntades se reunieron con la intención de exprimir sin tregua el amor y la misericordia de Dios y no soltar la presa hasta que me bendijera, es decir, me iluminara por su espíritu santo, de modo que pueda comprender su voluntad y librarme de mi tormento, entonces el espíritu abrió su brecha. (...) A raíz de unos grandes asaltos mi espíritu penetró a través de puertas infernales hasta en la generación más interna de la divinidad, y allí fue abrazado por el amor, como un esposo abraza a su querida esposa. En cuanto a esta especie de triunfo en el espíritu, ni lo puedo escribir ni pronunciar; esto no puede sino figurar como si la vida estuviera engendrada en medio de la muerte; y eso se compara con la resurrección de los muertos. En esta luz mi espíritu vio enseguida a través de todas las cosas y reconoció en todas las criaturas, en las plantas y en la hierba, lo que Dios es, y cómo es, y lo que es su voluntad. También, en ese instante, en esa luz, mi voluntad fue llevada por un gran impulso a describir el Ser de Dios” (La Aurora Naciente, XIX; 10-13).

Esta abertura, esta brecha efectuada en su espíritu, Boehme la mira como la obra del Señor, el principio del proceso de renovación completa del ser, el comienzo del nuevo nacimiento sin el cual no hay vida espiritual real. Si Boehme está de acuerdo con la idea de la plena eficacia de la redención obtenida por los pecadores, de una vez por todas, durante el sacrificio sangriento y único del Cristo sobre la Cruz, es decir, la posesión de la entera liberación para los hombres de las consecuencias de sus pecados y del don gratuito de la Salvación para aquellos que acepten a Jesús como Salvador, considera, en cambio, que esta gracia sobrenatural, para ser eficaz, debe ser recibida imperativamente por un hombre transformado, regenerado. El estado de muerte espiritual en el que se encuentran los hombres frente a Dios Santo establece en efecto tal separación, tal distancia infranqueable entre los seres y la divinidad, entre las miserables criaturas culpables y el Dios Santo, que no es suficiente saberse salvado por el efecto de una pasiva recepción de la potencia redentora del Cristo, hay que renacer necesariamente consciente y voluntariamente a una nueva vida.

Es cierto que el perdón de los pecados fue conseguido perfectamente en el Gólgota, puesto que el Señor Jesús se entregó en pura, muy humilde y adorable víctima propiciatoria, “el Cristo murió por nuestros pecados” (I Corintios 15:3). Y a este título, la obra de salvación ya no está por esperar, ya se realizó. Pero le queda al hombre aceptar dejarse engendrar según “otro orden de cosas”, según el orden sublime e inefable del espíritu.

Es importante, pues, para cada uno, y esto podría ser el sentido de la vía iniciática, pasar del camino de la redención al de la iluminación, es decir, concreta y realmente, abrirse al fuego transformador, regenerador y trastornador del Espíritu en nosotros.

Aceptar ser “horadado” por el Espíritu, aceptar pasar por la vía de la iluminación, dejarse atravesar por el Espíritu, es así cómo comprometer verdaderamente el ser en dirección a la Luz, es osar la “de-creación” según la bella expresión de Simone Weil (1900-1943) de los límites que obstaculizan la recepción de las luces del Ser, puesto que, para retomar la palabra de Nicolás Berdiaev 1874-1948, “si el hombre espera el nacimiento de Dios en él, Dios espera el nacimiento en él del hombre. Y es desde esta profundidad desde donde se debe plantear el problema de la creación” (Autobiografía, 1968), problema extraordinariamente misterioso de la creación verdadera que es el de la generación espiritual. 

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