“La justicia
de Dios, precisamente irritado por el exceso de ingratitud del hombre que
acababa de abusar tan horriblemente de su amor y de sus dones, pronuncia un terrible
juicio contra él y, como consecuencia necesaria, contra toda su posteridad; fue
condenado a la muerte con la cual le había amenazado en caso de infidelidad. Le
expulsa y destierra ignominiosamente del centro glorioso que había profanado, y
le precipitó a las entrañas de la tierra, donde se vio obligado a revestirse de
un cuerpo de materia con el que se arrastró sobre la superficie con los demás
animales, con los cuales acababa de asimilarse.
En el exceso
de su aflicción, y excitado por el consejo saludable de un diputado divino que le
fue enviado, reclamó la clemencia del Creador, reconoció y confesó su crimen, y
se sometió a la expiación.
La misericordia
aceptó su arrepentimiento, y viéndole amenazado por toda la furia de su enemigo,
de quien acababa de convertirse en esclavo, lo tomó bajo su protección para
preservarle de los nuevos peligros a los cuales fue librado; y para humillar más
fuertemente a su insolente enemigo, un poderoso Mediador y Reparador le fue prometido
para venir a rehabilitarle durante la duración de los tiempos; este vino, y por
su sacrificio voluntario expiatorio del crimen del hombre ha devuelto a la vida
eterna a todos los que han querido y a aquellos que querrán, hasta el fin de
los tiempos, reconocer su mediación poderosa”.
Jean-Baptiste
Willermoz, 2º Cuaderno, Respuesta a la 1ª cuestión del Hermano Lajard de
Montpellier, del 22 de marzo de 1818, sobre la eternidad de las condenas.
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