En el siglo XVIIIº, el Iluminismo, corriente de una
extraordinaria y abundante riqueza que sería difícil y presuntuoso querer
resumir en pocas palabras, se caracteriza por una voluntad de reconocer por
encima del hombre un conjunto de verdades superiores y misteriosas que
sobrepasan ampliamente las débiles capacidades de la inteligencia discursiva.
En la encrucijada de numerosas influencias, el
iluminismo se va a enriquecer de los ecos de los monasterios, de los “Hermanos
del Libre Espíritu”, de la Reforma (Lutero y Calvino, apoyándose sobre la
teología germánica que mostraba la posibilidad innovadora de una relación
directa del hombre con Dios), de la extensa difusión de los escritos
herméticos, de los textos de los cabalistas cristianos del Renacimiento, de las
traducciones de las obras de los pensadores y filósofos de la antigüedad, la
espiritualidad Rosa+Cruz, la disponibilidad de los escritos de los visionarios
de Europa del Norte (Böhme, Gichtel, etc.), todo llevado por el soplo de una
poderosa renovación mística (influencia de la Orden del Carmelo, innumerables
fundaciones de congregaciones, desarrollo de la devoción personal, escritos
espirituales de alto valor: Benoît de Canfeld, Pierre de Bérulle, Surin,
Saint-Cyran, Fénelon, Señora Guyon, etc.), renovación que englobará a diversos
círculos espirituales produciendo una atmósfera de intensa religiosidad.
Esta corriente iluminista se prolongó durante un
extenso periodo de tiempo desde el siglo XVIº, irradiándose después al siglo
XVIIIº hasta el momento en que las logias operativas se abrieron a los letrados
dejando de ejercer el “oficio”, y hasta los primeros años del siglo XIXº, llegando
hasta la muerte de Jean-Baptiste Willermoz en 1824, si se quiere fijar una
fecha, puesto que él ha sido sin duda el último y el principal de los últimos
representantes en desaparecer.
Así, el Régimen Escocés Rectificado fue profundamente deudor
de esta corriente iluminista, en cuyo seno igualmente ocupan de forma eminente
su lugar los discípulos de Louis-Claude de Saint Martin, corriente espiritual
en la cual se inscribe el Régimen fundado por Jean-Baptiste Willermoz en 1778
durante el Convento de las Galias, sin la cual no se puede comprender, y de la
cual participa plenamente y represente sin duda, una de las expresiones más
exitosas del plano iniciático ligada a la suerte de la “Santa Orden” de la cual
procede, a través de la Historia, su depositario por excelencia.
Esta corriente es igualmente heredera de un depósito,
que la relaciona con todas las sensibilidades del esoterismo occidental, como recuerda
Robert Amadou (+2006): “Pero este
depósito, esta santa Orden de la que crecen ramas y ramificaciones, ¿cómo no
anunciarlo de inmediato? El martinismo procede del esoterismo judeo-cristiano
que procede del esoterismo universal. En su origen formal, sin embargo, en su
unidad radical y bajo la multiplicidad de sus avatares, el martinismo remonta
hasta Martines de Pasqually. Tres grandes luminarias trazarán el itinerario del
martinista: Jacob Böhme, Martinez de Pasqually y Louis-Claude de Saint-Martin.
Pero a constituir el depósito han cooperado también Jean-Baptiste Willermoz, el
Agente Desconocido, la Orden de los Caballeros Bienhechores de la Ciudad Santa
con sus mitos templarios y la herencia de los constructores góticos; y los
grandes iluminados del siglo XVIIIº, William Law, Divonne, Eckhartshausen; y los fieles del pietismo,
sobre todo los del primer despertar (…). No obstante, la perla de este
depósito, su capital inicial, es
Martines quien la colocó, y es de él que la tienen los masones escoceses
rectificados, los teósofos cristianos y a través de ellos los discípulos de Saint-Martin
de los cuales muchos pertenecen a la Orden Martinista” (R.
Amadou, Prefacio de « PAPUS, MARTINES de PASQUALLY »,
Robert Dumas Éditeur, 1976, p. XVI).
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