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En su carta a Bernard de Türckheim (1752-1831), de 3 de febrero de 1783, Jean-Baptiste
Willermoz (1730-1824) previene solemnemente: “…en el momento en
que se mezcle la religión con la masonería (…) se operará su ruina..., nuestros discursos oratorios se convertirán en sermones, pronto
nuestras Logias se convertirán en iglesias o en asambleas de piedad religiosa
[…] Este peligro,
amigo mío, que puede parecer quimérico, está más cerca de lo que se piensa, si
no se pone orden de forma inmediata…”[1]
Esta llamada de atención, vital para todos, participa igualmente de una
sabiduría consecuente a una cuestión delicada, la de la « autoridad de los
dogmas » en su relación con la fe cristiana en el seno del Régimen Escocés
Rectificado.
a) Las diferentes interpretaciones del dogma
Como es sabido, las tres confesiones cristianas mayoritarias (catolicismo,
ortodoxa y reformada), se adhieren, al menos en principio (a sabiendas de que
aún hay excepciones), a las afirmaciones del símbolo de
Nicea-Constantinopla (325-381), considerado como siendo “admitido por
todos”[2].
El problema proviene en realidad de los diferentes tipos de
hermenéutica por las que se guían los teólogos a lo largo de los siglos, según las
sensibilidades, las épocas, los orígenes y las situaciones, o las variantes que
se multiplican hasta casi el infinito, de lo que se denomina, según la fórmula
sin duda algo apresurada y demasiado reduccionista, como siendo la creencia “común y
admitida por todos”. En efecto, ¿qué hay de « común » entre los
análisis de los padres alejandrinos, capadocios, padres latinos, escolásticos,
místicos renanos, Hermanos del libre-espíritu, reformadores, etc., teniendo
unos y otros una concepción tan diferente de qué conviene entender por la
“Regla de Fe”?
b) Los dogmas velan la verdad
Así, haciendo su aparición tras las guerras de religión del siglo XVIIIº,
la corriente iluminista, con Joseph de Maistre (1753-1821), tiende a considerar
que la lengua dogmática de la Iglesia era finalmente un obstáculo para la
transmisión viva de la fe – fe de la que Orígenes (siglo IIIº)
pensaba que se debía apoyar sobre el “conocimiento superior de los misterios”[3]
– y “oculta más de lo que protege” la Revelación: “Las Santas
Escrituras: nunca hubo una idea más vacía que la de ir a buscar allí los dogmas
cristianos: no hay una sola línea en estos escritos que declare,
que deje solamente apercibir el proyecto de hacer un código o una declaración
dogmática de todos los artículos de fe. (…) nunca la iglesia
ha tratado de escribir sus dogmas; siempre se la ha forzado a ello. La fe, si
la sofística oposición no la hubiese forzado nunca a escribir, sería mil veces
más angélica: [la fe] llora sobre estas decisiones que la sublevación le
arranca y que siempre fueron aflicciones… El estado de guerra elevó estos
venerables muros alrededor de la verdad: sin duda la defienden, pero la
ocultan. (…) Cristo no dejó un solo escrito a sus Apóstoles. En
lugar de libros les prometió el Espíritu Santo. “Es él, les dijo, quien
os inspirará sobre lo que tenéis que decir””[4].
Participando de este estado del espíritu, el Régimen Escocés Rectificado,
que es producto puro del iluminismo, haciendo declaración de la “profesión
cristiana” y recibiendo en su seno solo a cristianos, se guarda siempre por
tanto de definir qué entiende bajo el término de “cristiano” -exige simplemente
a los candidatos a la admisión en sus logias la creencia en Dios y en la
inmortalidad del alma, después, en su Orden Interior, y tras una lenta
propedéutica iniciática, un reconocimiento de la “triple esencia, potencia y
acción indivisible del Padre, del Hijo y del Espíritu Santo”, y una
confesión de que Jesús-Cristo es el “Verbo divino”-, guardando
absolutamente silencio sobre las modalidades de la vida post morten, y
se podrá comprender por qué, puesto que ciertas Instrucciones sostienen
proposiciones contrarias a las de la Iglesia sobre el tema de la “resurrección
de la carne”[5],
contentándose así con hacer decir, con una prudente reserva, a los caballeros
de la Orden: “Creo en la vida futura y eterna, en la que cada uno recibirá según haya
merecido” (Profesión de Fe de los Caballeros Bienhechores de la Ciudad
Santa, 1784).
c) Las Logias no son escuelas de teología
El Régimen Rectificado, sabiendo que las variantes resultantes de las
diferentes hermenéuticas religiosas se habían producido por interpretaciones
diversas del Credo en el transcurso de los siglos, observa una gran
distancia ante los “dogmas”, hasta el punto de prohibir toda discusión sobre
este tema: “No
os libréis con vuestros Hermanos a estériles discusiones dogmáticas, enseñarles
a amar y a imitar a nuestro divino Señor y Maestro Jesús-Cristo, nuestro
Redentor…” (Instrucciones destinadas a los Caballeros Bienhechores de la Ciudad
Santa, 1748).
Esta infinita variación en las interpretaciones, tan presente a lo largo de
la historia y que ha dado lugar a tantas luchas y combates perpetuos[6],
era bien conocida y considerada por el fundador del Régimen Rectificado, siendo
objeto de una severa advertencia: “Nuestras Logias (…) no son nunca escuelas de
teología…, ni de otras materias profanas. Por otro lado, vista la diversidad de
opiniones humanas de todo género, nuestras leyes han tenido que prohibir toda
discusión que viniera a turbar la paz, la unión y la concordia fraternales.
Suponiendo, incluso, que el término final de la institución masónica pudiera
dar, a aquellos que lo alcanzan, luces suficientes para resolver con precisión
las cuestiones y discusiones religiosas que hubieran podido levantarse entre
los Hermanos, si les hubiera estado permitido librarse a ellas, ¿dónde estaría…
el tribunal suficientemente esclarecido para apreciar sus decisiones y hacerlas
respetar?” (J-B Willermoz, Ritual del Grado de Maestro Escocés de San Andrés,
1809)
Conclusión
La sentencia, definitiva a ojos de estos sujetos dogmáticos y religiosos,
es clara para el Régimen Rectificado: “Así pues, lo repetimos, las leyes que nos
prohíben expresamente toda discusión sobre estas materias [dogmáticas, teológicas y
religiosas], son infinitamente sabias y deben ser rigurosamente observadas” (Ibíd.).
De esta forma, la sola y única creencia manifiesta, que no es dogmática ni
eclesial, y menos aún después de cualquier definición conciliar, reuniendo en
su cumbre a los miembros de la Orden (miembros que constituyen precisamente por
esta unión “la Iglesia visible e invisible”) es la de Jesús-Cristo: “Creo finalmente en la
Santa Iglesia universal y apostólica, visible e invisible, de los miembros
unidos por la fe en nuestro Señor y divino Maestro Jesús-Cristo” (Profesión de Fe
de los Caballeros Bienhechores de la Ciudad Santa, 1784).
[1] Carta de Willermoz a Bernard
de Türckheim (1752-1831), de 3 de febrero de 1783, in Renaissance
Traditionnelle n° 35, juillet 1978, p. 179.
[2] No obstante, deben
observarse algunas reservas, puesto que en el protestantismo los unitarios no
reconocen la Trinidad, lo que añade un punto a considerar: “Si la reforma del siglo XVIº no desafió los
primeros concilios ecuménicos, actualmente su recepción efectiva causa
problemas en ciertas Iglesias protestantes, reformadas” (J.-M., Prior, Carta ecuménica europea: Aspectos
teológicos, in Positions luthériennes, vol. 50, no 3,
2002, p. 232). También sabemos sobre este punto que ciertas
corrientes de la Reforma, como la Sociedad religiosa de los Amigos o Cuáqueros,
bajo la inspiración de George Fox (1624-1691), el Pietismo fundado por Philipp
Jacob Spener (1635-1705), o también los Hermanos de Plymouth bajo la
iniciativa de John Nelson Darby (1800-1882), notable traductor de la Santa
Escritura (corrientes partidarias de la idea de un sacerdocio universal
dirigido con ausencia de clérigos y de liturgia) rehúsan y rechazan por
principio toda noción de “dogma”, trabajando únicamente por estar reunidos “en
torno al Señor” entre “hermanos”, en un espíritu de pura simplicidad
evangélica. (Cf. E. G. Léonard, Histoire
générale du protestantisme, P.U.F., 1988).
[3] Orígenes (siglo IIIº),
influenciado por Filón de Alejandría (siglo Iº), consideraba que cada versículo
de la Escritura poseía un sentido oculto: “El hombre espiritual, que
gusta de las cosas espirituales y a quien el Espíritu Santo quita el velo,
descubre bajo la letra el alimento espiritual de su alma” (J. Daniélou, Orígenes,
Cerf, 2012, p. 289). El gran alejandrino afirmaba: “Es diferente conocer a
Dios que simplemente creer en Él” (Cf. H. Crouzel, Orígenes y el
conocimiento místico, Prefacio de H. de Lubac sj, Desclée de Brouwer,
1961).
[4] J. de Maistre, Ensayo
sobre el Principio Generador de las constituciones políticas, § 15, P.
Russand, Lyon, 1833.
[5] La doctrina final del
Régimen Rectificado enseña una tesis condenada por la Iglesia constantemente en
sus concilios y por sus doctores, a saber, el anatemismo del cuerpo material
carnal (que reduce al hombre “a la condición de los más viles animales” –sic-),
producto de una causa ocasional o “acción secundaria”: “el hombre es espiritual e inmortal, porque los
cuerpos, la materia, los animales, incluso el hombre como animal, y todo el
universo creado, solo puede tener una duración temporal momentánea. Así todos
estos seres materiales, o dotados de un alma pasiva, perecerán y
desaparecerán totalmente, siendo solamente el producto de acciones secundarias,
en los que el Principio único de toda acción viviente solo ha cooperado por su
voluntad que ha ordenado los actos. (…) toda forma de materia debe infaliblemente
destruirse y descomponerse. (…) Los cuerpos y la materia total sufrirán una
descomposición súbita y absoluta, para reintegrarse (…) el universo entero se
borrará tan súbitamente como la voluntad del Creador se hará oír; de manera que
no quedará el menor vestigio, como si jamás hubiera existido” (Instrucción Secreta,
B.M. Lyon, Ms. 5.475).
[6] Cf. Bernard Sesboüé, Historia
de los dogmas, Desclée, 1994.
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