Extracto de su obra:
Los Élus Cohen y el Régimen Escocés Rectificado, cap. 1
Toda
la doctrina de Martines puede resumirse en una palabra: “Reintegración”. Reintegración de los seres debido a la caída
anterior que les sumergió en las tinieblas del mundo y les condenó a un exilio
que les aísla, les separa de su verdadero origen. El trabajo que se impone al
hombre consiste entonces, para Martines, en rehacer el camino, en reencontrar
la dirección de su regreso a través de un conjunto de prácticas, de técnicas
operativas que se designan por el vocablo “teúrgia”.
Dios,
enseñaba Martines de Pasqually, es Uno, pero es “trino” según su potencia
(Pensamiento, Voluntad, Acción), y “cuatriple” según su esencia (Espíritu
divino [10], Espíritu mayor [7], Espíritu inferior [3], Espíritu menor [4]); emanó
en el origen a los seres espirituales, y éstos, al menos un cierto número de
ellos, debido a un orgullo desenfrenado, se rebelaron, reivindicando una
autonomía a la cual no podían pretender. Para preservar el equilibrio divino,
Dios cercó a los espíritus rebeldes y les aprisionó en la materia creada
específicamente para la ocasión por los espíritus que se mantuvieron fieles. Por
tanto, el mundo es parte, desde un punto de vista ontológico, de una creación, consecuencia
de una primera “Caída” o falta inicial, y no de una emanación, lo que
significa, para Martines, y esto tenía la más alta importancia en su visión,
que es sin consistencia real, sin sustancia, ilusorio.
Dios
decidió, para reparar esta “Caída” original, emanar al hombre, calificado de “menor”
espiritual, porque fue el último en aparecer en el plan divino, pero sin
embargo está dotado de privilegios elevados puesto que el primero de entre los
hombres, Adán, era un ser andrógino que tenía por misión obrar por la
preservación del orden divino, y al mismo tiempo participar en la “rehabilitación”
de aquellos que se habían radicalmente alejado de él. Desgraciadamente, explicaba
Martines, Adán también se sumergió en el orgullo, y pretendió ser creador,
independiente, reivindicando una autonomía que no podía exigir.
Para
ello, se alió con los demonios, perdiendo desde entonces su cuerpo glorioso y
materializándose, al igual que los espíritus prevaricadores[1]
con anterioridad, lo que tuvo por consecuencia directa cortar la comunicación
divina íntima con la que Dios le favorecía; “Ya solo podrá realizarse, explicaba Robert Amadou (1924-2006), por mediación, eventualmente
obtenida, de los espíritus, de los intermediarios. Para establecer relaciones
con éstos, el hombre, en parte materializado, deberá usar procedimientos en
parte materiales. La mística se ha degradado en teúrgia ceremonial, ciencia y
sacramento. El teúrgo primero reza, pide a Dios que le restituya su poder
primitivo sobre los espíritus. Luego manda sobre los espíritus buenos y
exorciza a los malos. Ciertos signos a veces luminosos indican el éxito[2]".
Así,
la perspectiva escatológica en la cual penetraba el masón iniciado en “La Orden
de los Élus Cohen” se adscribía a esta comprensión global de la historia de la
Caída, sabía además que el primer hombre, Adán, no se limitó a su falta inicial
sino que la reiteró por su debilidad hacia las cosas de la materia, por su
voluntad pervertida y su apetito carnal, como consecuencia de los cuales nació
Caín. La posteridad de éste, marcada por una degradación casi original, será
incapaz de cumplir con su misión espiritual; Caín matará a su hermano Abel, y
solo Seth, hijo que Adán y Eva concibieron tras la muerte de Abel, podrá
celebrar el culto primitivo, convirtiéndose lógicamente en el ancestro de los “operadores”
y de los “teúrgos”. Tras el diluvio, le corresponderá a Noé perpetuar la
descendencia de Seth, y es a esta descendencia pura a la cual los Cohen debían
imperativamente agregarse[3].
Con
arreglo a esto, como lo destacó Franz von Baader, “uno de los principios de Pasqually es que cada hombre nace profeta,
obligado a cultivar en él ese don de la visión, cultura a la cual debía
precisamente servir la escuela de este maestro[4]”,
de esta manera el “menor” espiritual, el “Elu Cohen”, para reintegrarse, si
quería mantenerse fiel a su vocación sacerdotal, tomaba consciencia del
significado de los números, se esforzaba en el conocimiento de los ángeles, se
sometía a una rigurosa disciplina que incluía oraciones frecuentes, algunas
prohibiciones alimentarias, una moral personal severa y, finalmente, la celebración
del culto primitivo.
[1]
En lo que concierne el juicio negativo de Martines hacia la “carne”, aunque
hayamos extensamente detallado este asunto en una obra anterior (“La naturaleza
del pecado y de la carne”, in El
Martinismo, Le Mercure Dauphinois, 2006, pp 217-220) importa no obstante
recordar dos o tres elementos significativos. Se confunde, y ahí está el error,
un error corriente que conduce siempre a grandes confusiones, las nociones de “orden”
y de “estructura” que no son, en el dominio de la teológica y sobre todo de la
filosofía, en absoluto superponibles, aunque se aúnan a menudo, como es normal
en estos ámbitos, lo que conduce a frecuentes malentendidos.
Así, la ley de distinción de los órdenes no está para
nada en contradicción con, ni niega en absoluto, la forma estructural de la
criatura humana, que posee, evidentemente, un cuerpo, un alma y un espíritu que
no tienen en el hombre un papel accidental sino esencial en la medida en que
los tres participan de la unidad de la persona. No obstante, no conviene
olvidar que el hombre está situado ontológicamente bajo la dependencia de una
ley de determinación que se ejerce sobre la totalidad de lo creado, porque si la
esencia, en metafísica, es potencia de existir, el acto de existir se ordena
según un acto sustancial que define precisamente la esencia, por supuesto de la
estructura ternaria constitutiva, pero también rige la materia del cuerpo;
ahora bien, este acto sustancial constitutivo se tradujo para todos los hijos
de Adán, desde el episodio trágico de la falta, en una naturaleza histórica
degradada dada como salario y como castigo del pecado.
Esto equivale a resaltar que existe por tanto,
ontológicamente, un orden de la naturaleza y un orden de la sobre naturaleza, e
históricamente, un orden del espíritu y un orden de la carne que se oponen y se
combaten, porque la carne actual del hombre es corrupta, está degradada, dañada por
el pecado. Es por ello que es únicamente al orden del espíritu que corresponden
por derecho las promesas del Reino anunciadas por Cristo.
Por ello estamos autorizados a reconocer, no por “dualismo”,
sino por exigencia evangélica, un orden del espíritu radicalmente diferente,
distinto del cuerpo destinado a la corrupción, a la muerte y a la
desaparición, cuerpo que ha recibido esta ley de finalidad degradante tras
el pecado y la falta.
Terminemos esta corta puesta a punto recordando lo que
enseñan los Padres de la Iglesia con respecto a las consecuencias del pecado
para nuestros primeros parientes:
- La pérdida de los dones sobrenaturales y
preternaturales.
- El despojo de la gracia santificadora, de las
virtudes infusas, de los dones del Espíritu Santo, y el derecho a la felicidad
del Cielo.
- La retirada de los dones extra naturales, es decir,
para traducirlo claramente, que Adán y Eva, y todos nosotros por herencia,
estamos dominados por la ignorancia, la concupiscencia y la muerte.
- La revuelta de los sentidos y la desobediencia
nativa.
- La transformación de nuestro cuerpo inmortal en una
forma carnal y la maldición del sol (Génesis III, 17).
Tras la falta del primer hombre, todos los
descendientes de Adán nacen, y lo decimos no por patología depresiva sino por
honestidad espiritual, en un estado de aversión a Dios, porque están, por culpa
de su padre, despojados de los dones que Dios había primitivamente otorgado al
hombre. Tal es la Verdad de la Revelación, sin la cual el hombre se pudriría en
la fangosa y perversa abyección de su crimen primitivo; como afirma Tertuliano:
“El hombre, condenado a muerte desde el
origen, ha arrastrado en su castigo a todo el género humano contaminado por su
sangre” (Sermón del alma, 1; c.
IV)
[2]
R. Amadou, in D. Ligou, Diccionario de la francmasonería, PUF,
1991, p. 783.
[3]
“La gnosis martinezista discierne y se
apropia en las cosas de las cosas que son del dominio del espíritu, dijo
Robert Amadou, el simbolismo lleva a
ello. Traza el plano de la figura universal donde opera toda la naturaleza
espiritual, mayor, menor e inferior; donde las inmensidades celeste y temporal
rodeadas por la inmensidad del eje fuego central comunican, a través la
inmensidad sobre celeste, con la inmensidad divina.” (R. Amadou, op. cit., p. 783).
[4]
F. von Baader, Las enseñanzas secretas de
Martines de Pasqualis, Ed. Télétes, 1989, p. 11
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