Memoria dirigida por Joseph de Maîstre
al duque Ferdinand de Brunswick-Lunebourg,
Gran Maestro de la Masonería Escocesa
de la Estricta Observancia,
con ocasión del Convento de Wilhemsbad de 1782
Es tiempo de volver sobre nuestros pasos. No es
dudoso, como ya hemos señalado, que el gran objetivo de la Masonería sea la
Ciencia del Hombre. Pero, como no sabríamos tomar suficientes precauciones a
fin de prevenir, por medio de la elección y el examen de las personas, la
degradación de la iniciación masónica, es necesario dar a nuestra sociedad
objetivos secundarios que puedan ocupar a hombres de diferentes caracteres y
así poder ver sus aptitudes. Pero para poder sacar el mayor bien posible de la
regeneración de la Orden, hay que encontrar un arreglo de cosas gracias al cual
los diferentes grados de examen y suspensiones giren en torno al provecho del
individuo, de la Orden entera y de la patria.
Nos
atrevemos a creer que no es imposible conseguirlo llevando de forma recta la
política y la religión. Y puesto que V.A.S. ha tenido a bien permitir a cada
Hermano sus propias reflexiones, nos tomamos la libertad de representarle que
la Orden se convertirá en una de las instituciones más útiles a la humanidad
si, estando toda la Masonería dividida en tres grados [se refiere a las tres Clases de la Orden: Masonería simbólica, Orden Interior o Caballería cristiana y Clase Secreta], el primero tiene por
objetivo los actos de beneficencia, en general, el estudio de la moral y la
política general y particular; el segundo la reunión de las sectas cristianas y
la instrucción de los gobiernos; el tercero la revelación de la Revelación o de
los conocimientos sublimes de los que nos ocupamos. Antes de desarrollar este
plan, señalemos en primer lugar dos errores en el régimen actual, tanto más
capitales cuando se cometen desde el primer paso:
1º
Para los simples grados azules, es decir, para entrar en la Orden, no se exige
que el candidato presente la aprobación de sus conciudadanos, o sea, que nos
exponemos al peligro de mancillar la Orden. Jamás nos hemos servido en Chambéry
de la tolerancia otorgada por el nuevo código y la experiencia misma nos ha
convencido de que hubiéramos tomado la decisión adecuada. Nos presentaron para
el primer grado a un particular, súbdito del Rey, pero habitante de otra villa:
estimamos a sus proponentes; no habiendo nada en su contra y ateniéndonos al
código, fue recibido sin dificultad. Sin embargo, y para no apartarnos de una
norma invariablemente adoptada, escribimos a su patria chica resultando que de
allí fue rechazado, casi por así decirlo, por aclamación. En general, sólo
escogemos hombres de quien nos hemos informado sobre sus costumbres por todos
los medios posibles. Resulta consuelo de tontos pensar, cuando se ha hecho una
mala elección, que podemos retrasar a ese individuo en su carrera masónica o
incluso excluirlo de la Orden, puesto que siempre es lamentable la aplicación
de medios violentos; y en cuanto a las suspensiones, el público, poco al
corriente al hecho de nuestra jerarquía, nos juzga severamente. Nadie ignora,
por otro lado, que la Sociedad rebosa de estos caracteres dudosos, bastante
malos para perjudicar a la Orden en opinión de los hombres, sin serlo lo
suficiente como para motivar su exclusión. Parece pues que hay que hacer borrón
y cuenta nueva con este artículo del código actual.
2º
Otro abuso, no menos sorprendente, es el que se comete respecto a la religión
del candidato. Cuando éste está de rodillas y a punto de prestar su juramento,
se le dice: “El libro que tocáis es el Evangelio de san Juan: ¿creéis en él?”
¡Qué imprudencia! Henos ahí un joven que no tiene la menor idea del verdadero
objetivo de la Masonería, que quizás, ni tan siquiera cree en Dios (suposición
no muy arriesgada en este siglo) y vamos y le pedimos bruscamente en medio de
40 personas si cree en el Evangelio. Reflexionemos bien, y veremos que tal
pregunta es de una ligereza imperdonable, y que la respuesta que le sigue es
muy a menudo un crimen. Sin duda alguna, es importante asegurarse de los
sentimientos religiosos del candidato, pero a ese respecto, hay que ir entre el
rigor y el relajamiento. Será suficiente con declarar simplemente al candidato
que nos imponemos como ley el exigir en la elección de las personas la más
escrupulosa severidad y que apenas tenemos en cuenta la probidad personal que
no tenga base. Invitándole a continuación a que vea si tiene algún
inconveniente en firmar la profesión de fe siguiente:
“Respondo por mi honor que creo firmemente en la existencia de Dios, la espiritualidad, la inmortalidad del alma, las penas y recompensas de la vida futura, sin exclusión de otras verdades de mi religión sobre las cuales no he sido preguntado”.
Parece
que no necesitamos más, al demostrar el candidato un espíritu recto y un
corazón resuelto. Si desgraciadamente duda de alguno de nuestros dogmas, es
mejor curar sus heridas en lugar de rechazarlo.
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